Fulguración y conocimiento / por Alejandro Burgos Bernal

“[...] Su nombre es Veda Rux. Se dedica a lo que en la profesión llamamos strip-tease. Hace bien su numero Es arte, y la más pura de las formas de arte.

“Me echó una mirada y traté de aparentar creerle, pero pensé que no le había convencido-.”

James Hadley Chase, Con las mujeres nunca se sabe.

A pesar de que la cultura contemporánea encuentra su fundamento en una serie de paradojas -no será la última la paradoja de su propia imposibilidad o inexistencia- [1], cuenta con dos o tres instancias de imprescindible potestad crítica. Una de ellas es la noción de “Memoria” como la concibe Walter Benjamin en sus Tesis sobre la historia. Otra es la definición de “Conocimiento” que Kant elaboró en su Critica del Juicio. Otra es una cierta idea de “Justicia” que propone Baudelaire en sus escritos sobre el arte.

Las líneas de sentido que podemos trazar entre estas instancias establecen una suerte de coordenadas geográficas para un territorio -el presente- que ha de conservarse ignoto. En una hipotética intersección de estas líneas, como fuese una torre sobre un nocturno paisaje marino, se encontraría el siguiente destello: “Yo no pretendo que la Alegría no pueda asociarse con la Belleza, pero si afirmo que la Alegría es uno de sus adornos más vulgares; mientras que la Melancolía es, por así decirlo, su ilustre compañera, hasta el punto de que no concibo (¿será mi cerebro un espejo hechizado?) un tipo de Belleza en que no entre la Desgracia” [2].

Será entonces necesario, en punto a una anhelada perspicuidad de los tiempos, establecer la manera en que esas instancias de Memoria, Conocimiento y Justicia han de declinarse de manera tal que entre en ellas la Desgracia.

Se trata, ya se habrá entendido, de establecer las lábiles condiciones de posibilidad de la Belleza hoy en día. Se trata de ejercer un -desesperado- laborío crítico de identificación de la obra de arte: ¿dónde y en que modo subsiste hoy en verdad el arte?

Habría que iluminar entonces el carácter de encuentro de la obra de arte, el modo efectivo y actual en que esta aparece. Y se hará a partir de un arbitrio o, si se prefiere, a partir de una sentencia: es probable que en el actual panorama del arte en Colombia no exista una práctica artística más auténticamente escandalosa que la de David Lozano; aquí, el estado de fragmentación y aparente debilidad del arte se manifiesta como uno de los modos decisivos según los cuales éste es capaz, aún, de absolver su tarea de discernimiento y verdad (de belleza).

1.

Memoria Abjuración

“Cualquier vileza me es absuelta / en el vientre del Presente / donde mi vida / naciendo se escucha.” [3]

Se ha de reconocer como propia de la contemporaneidad una práctica cognitiva que coincide con la incierta agnición del ahora en las cosas. Una experiencia de conocimiento del mundo -“el momento de la conos-cencia”, como acostumbraba decir Walter Benjamin- suscitada por una insólita concepción de la sensibilidad en la que unidad y coherencia no son ya requisitos de su posibilidad veritativa y donde, entonces, se hace manifiesto el carácter residual del conocimiento, su irrenunciable fragmentariedad.

Una imagen puede ayudar a aclarar el asunto. Es como si el hombre contemporáneo tuviese que asumir el punto de vista del ángel de la Historia de Walter Benjamin [4]. Allí donde es usual que se vea una sucesión de eventos, el ángel ve una creciente acumulación de ruinas. De estas ruinas informes, sin embargo, el hombre memorioso -a diferencia del ángel de la historia que nada puede hacer- derivará un fugaz discernimiento de los tiempos (una cierta y propia idea de belleza y una cierta y propia idea de moral).

La memoria aquí se constituye como una especie de reactivo. Su carácter propiciatorio requiere de algo así como de el terror -ese creciente acervo de ruinas informes- para establecer su alquimia del tiempo [5]. Más allá de la cualidad puramente química del terror respecto al tiempo y su enigma, es -el terror- el estado propio del tiempo. Sobre el magnifico escenario del teatro de la memoria ha de suceder la instancia de conciliación, o mejor de composición, entre el lenguaje -la imagen- y su inefable excedencia: la dramática instancia de composición entre la fugaz conoscencia y el terror. Pier Paolo Pasolini definía este modo del conocimiento -esta inestable instancia de conciliación en la memoria- como la -desesperada / pasión de estar en el mundo- y, así se puede definir con perspicuidad a la memoria -una definición contemporánea de la memoria, por así decirlo- como la ambivalente condición del conocimiento: desagrado por la identidad y nostalgia por el otro, deseo de pertenencia e irresistible coacción hacia el perjurio.

Se reconoce entonces aquí que la Belleza, en cuanto aparición y subsistencia efectiva y actual (es decir en cuanto es contemporánea a nosotros), no podrá prescindir de una cierta íntima extravagancia. No podrá prescindir, en otras palabras, de un cierto carácter teatral que habrá de manifestar -o de ratificar- la urgencia del artificio, el gusto del disfraz y el capricho de la convención.

¿Será necesario ahora, como parcial esclarecimiento del arbitrio inicial, decir que precisamente es este el modo en el que la obra Manjar de pequeños dioses de David

Lozano viene al encuentro del espectador? ¿Qué precisamente es este el modo y el lugar de su subsistencia en cuanto expresión de la belleza? Se trata aquí de un magnifico teatro de la memoria donde “[ ] Cualquier vileza me es absuelta / en el vientre del Presente / donde mi vida / naciendo se escucha.” La inefable condición de posibilidad del conocimiento: deseo de pertenencia e irresistible coacción hacia el perjurio. [6]

2.

Conocimiento Escándalo

“Es necesario exponerse, / la claridad del corazón es digna / de cualquier burla, de cualquier pecado / de cada desnuda pasión...” [7]

Una vez reconocido el carácter residual del conocimiento, esa práctica cognitiva que coincide con la incierta agnición del ahora en las cosas, se puede entonces asumir que su lugar ejemplar de expresión es la Crítica de Arte (en cuanto disciplina que analiza las condiciones de posibilidad y los límites de las facultades del conocimiento real).

Con probabilidad no existe disciplina humanística cuya ciudadanía -cuyo estatuto- sufra de menores derechos políticos que la Crítica de Arte. Ya el mismísimo Baudelaire daba inicio a su actividad crítica con la muy significativa pregunta “¿Para qué sirve?” y ésta suspensión inaugural indicaba con claridad la delincuencia del asunto: puesto que ninguna época transmite a otra su sensibilidad, mas tan sólo la inteligencia que de esa sensibilidad ha tenido, y puesto que la crítica encuentra su objeto en un territorio de feroz sensualidad -de perentoria contemporaneidad-, su provecho, en cuanto a dignidad de asunto público, ha de ser reprobablemente irracional.

La inteligencia de las cosas dispersa al hombre en figuras comunes y así es como el único posible concepto intelectual del arte, las ideas estéticas, no pueden más que señalar la inagotable excedencia de la sensibilidad respecto al laboreo de la organización conceptual. El arte, como el conocimiento, se da en un único, irrepetible y puntual presente: “para ser justa, esto es, para encontrar su razón de ser, la crítica debe ser parcial, apasionada, política, es decir, formulada desde un punto de vista exclusivo, pero desde aquel que abra el más amplio de los horizontes”. [8]

La utilidad de la Crítica de Arte (¿para qué sirve?) se configura de este modo en una, por así decirlo, virtuosa ambigüedad: hija del divino terror, hija de la violencia de la aparición de la imagen, debe evitarle a su progenitor -el arte- la justa e inevitable condena al exilio de la ciudad. Y lo hará, precisamente, disponiendo el más amplio posible de los horizontes de provecho o pertinencia -o, si se quiere, de residencia- de la Belleza en relación con la ciudad -con la sociedad-.

Este ejercicio de ambigua disposición, de defensa y pertinencia del terror, defensa y pertinencia de la violencia de la aparición de la imagen, la Crítica la cumple estableciendo una serie de criterios o garantías de la esteticidad del objeto artístico. Se trata de establecer la especificidad, y así la autonomía, de la obra de arte respecto a los demás objetos sensibles. Como si el arte fuese una especie de sapiencial mujer barbuda, la Crítica establece y verifica las condiciones necesarias para acceder a tan divertido espectáculo circense.

En este sentido, tradicionalmente, la Crítica no ha encontrado mayores dificultades para la deliberación de su ejercicio. Ha dado -y esta es por el momento su mayor virtud- con un criterio cierto de especificidad y autonomía para la obra de arte: su posibilidad de de- terminación a partir de la idea de lo sublime. En virtud de esta entrañable relación entre el arte y lo sublime, magnífico instrumento de legitimación en manos del crítico, ha sido posible establecer una serie de territorios de conformidad para el arte: el buen gusto, la positividad de la cultura, el carácter solemne y al mismo tiempo placentero de la experiencia estética.

Se puede así dar por sentado, en aras de la brevedad y forzando un poco la articulada y definitiva reflexión de Kant sobre lo sublime (reflexión que en su Crítica del Juicio prepara la sucesiva sobre el arte), que el buen gusto, la positividad de la cultura, el carácter solemne de la experiencia estética y, en resumidas cuentas, todos aquellos territorios de pertinencia y conformidad que la teoría ha dispuesto para la obra de arte, establecen su régimen -su ordenación- en relación con la naturaleza -sublime- del objeto al que ofrecen un paisaje, un horizonte y un escenario. La obra de arte es un espectáculo delante del cual advertimos con perplejidad que no podremos nunca procurarnos una intuición determinada (una imagen definitiva) de lo que allí de alguna manera está sucediendo ; esta imposibilidad, en cuanto sensiblemente manifiesta, nos hace sentir en profundo acuerdo con aquello que en nosotros excede cualquier medida sensible; tal profundo acuerdo, si bien relacionado con una inicial sensación de impotencia y de extrañeza, es en sí lo sublime. La obra dearte es, entonces y en cuanto sublime, un modo de tener experiencia de lo infinito que habita lo finito, es lo impresentable respecto a lo cual se da cada presencia.

Los diferentes escenarios que a lo largo de su ejercicio la Crítica ha elaborado (las diferentes declinaciones que lo sublime ha podido tomar en relación con la sensibilidad), han terminado por atenuar de manera significativa la estructural -y necesaria- irracionalidad de su práctica cognitiva. De alguna manera, estableciendo su frágil ciudadanía a partir de la elaboración de la relación entre lo sublime y ciertos objetos sensibles, la Crítica ha evitado la condena al exilio de su progenitor mas también ha evitado con cuidado el hacerse cargo de su propia justicia. No ha abierto, en resumidas cuentas, el más amplio de los horizontes.

Resulta del todo evidente que el arte es hoy una experiencia de masas y que la solemnidad y la íntima contemplación que daban a la obra de arte un aura de sacralidad y de unicidad (aura sublime) aparecen irreversiblemente prescritas, dejando en su lugar nuevos valores: la fruición distraída, la esteticidad difundida, la naturaleza efímera y al mismo tiempo siempre disponible del evento estético.

Será necesario entonces, en punto a la rendición de justicia de la Crítica (para que sea justa como quería Baudelaire), convenir con la contemporánea duplicidad de la belleza. Ha de ser épica y cotidiana, sublime y ridícula.

Lo impresentable respecto a lo cual se da cada presencia tendrá hoy (viene a nuestro encuentro otra obra de arte) las señas particulares de las Cabezas de David Lozano. Que -es justo y tal vez necesario- “ (…) la claridad del corazón es digna / de cualquier burla, de cualquier pecado / de cada desnuda pasión...”

3.

Justicia Asco

“(...) todo es imperfecto / en esta confidencia / loca, en la cual me exalto / y me humillo a mi mismo”. [9]

En este punto de nuestra reflexión podemos dar por sentado que -parafraseando a Baudelaire- “para ser justo, esto es, para encontrar su razón de ser, el conocimiento debe ser parcial, apasionado, político, es decir, elaborado desde un punto de vista exclusivo, pero desde aquel que abra el más amplio de los horizontes”.

Abrir el más amplio de los horizontes significa comprender y explicitar de manera cabal la diagnosis crítica que Walter Benjamin ha dejado desarrollada con insuficiencia: si bien es cierto que la posibilidad de la reproducción técnica de la imagen se deja orientar con facilidad en el sentido de la propaganda política, ha de ser verdad también que el mismo fenómeno puede actuar en una dirección completamente opuesta y conducir así a una “politización del arte”. En otras palabras, el arte tendría la tarea de dejar aparecer algo muy decisivo en el ámbito de las implicaciones ético-políticas de las sociedades en las cuales actúa.

Se ha de reconocer entonces como propia de la contemporaneidad una práctica artística que no asuma más la tarea de la puesta en forma de las cosas; el arte no puede más ser entendido como logro conclusivo y apodíctico de la forma. Pensamos en una práctica artística que coincida con la incierta agnición del ahora en las cosas, una experiencia estética -“el instante del peligro” como acostumbraba decir Benjamin- suscitada por una insólita concepción de la forma en la que unidad y coherencia no son más requisitos de su dimensión expresiva y donde, así, se hace de contera manifiesta su feroz necesidad. La feroz actualidad -y dramática urgencia- de una cierta y propia idea de belleza. Y de una cierta y propia idea de moral.

La contemporánea posibilidad de la belleza que esta práctica plantea -esa belleza al mismo tiempo épica y cotidiana, sublime y ridícula- no prescinde de una cierta y severa responsabilidad de la forma: elabora su modo de expresión en una intimidad tan constitutiva con las fuerzas que podrían corromperla -la producción industrial de imágenes- o bien anularla como forma -la reproducción directa y mecánica de la realidad-, que le es indispensable asumir el extremo esfuerzo ético de la aparición de la imagen como forma autónoma.

Así, en estos tiempos en los cuales la realidad parece coincidir con su propia y permanente puesta en imágenes, resulta interesante preguntarse: ¿puede en verdad el arte asumir la tarea de dejar aparecer algo muy decisivo en el ámbito de las implicaciones ético-políticas de las sociedades en las cuales actúa?

Hay que responder a esta pregunta con otra iluminación. La presencia de el colchón en varias de las obras de David Lozano estaría estableciendo el cono de luz que guía la reflexión: se trata de entender cómo le transitoire, le fugitif, le contingent (lo transitorio, lo fugitivo, lo contin- gente, en suma: la forma contemporánea) está destinado a permanecer sólo como huella, como emblema viviente y voluble de la cultura. La huella significa lo irrepetible que se repite, la seña de una incisión única y al mismo tiempo renovable, críptica y así leíble.

Se trata, en breve, de la terrible ambigüedad de nuestro tiempo. A pesar de encontrar su fundamento en una serie de paradojas -se dijo y ahora se retoma para cerrar-, la cultura contemporánea cuenta con dos o tres instancias de imprescindible potestad crítica. Una de ellas es la noción de “Memoria” como la concibe Walter Benjamin en sus Tesis sobre la historia. Otra es la definición de “Conocimiento” que Kant elaboró en su Critica del Juicio. Otra es una cierta idea de “justicia” que propone Baudelaire en sus escritos sobre el arte.

Las líneas de sentido que podemos trazar entre estas instancias establecen una suerte de coordenadas geográficas para un territorio -el presente- que ha de conservarse ignoto. En una hipotética intersección de estas líneas, como fuese una torre sobre un nocturno paisaje marino, se encontraría el siguiente destello: “Sólo como fenómeno estético la existencia aparece justificada” [10] O, mejor, “sólo como fenómeno estético la existencia aparece (se constituye en esa aparición) en (su) verdad”. Que está última paráfrasis cuente con la voz de David Lozano, no tiene ya demasiada importancia.

Alejandro Burgos Bernal(Bogotá-Roma, julio 2008)

1. La enunciación exacta de tal paradoja la ofrece Th. W. Adorno en un pasaje de su Dialéctica Negativa (1966): “toda la cultura después de Auschwitz, incluida la crítica urgente a ella, es basura”.

2. Ch. Baudelaire, Mi corazón al desnudo.

3. P. P. Pasolini, El Ruiseñor de la Iglesia Católica, (“Ogni viltá mi é assolta / nel grembo del Presente / dove la mia vita / nascendo si ascolta..”).

4. La figura del ángel de la Historia alude, en las Tesis sobre el concepto de historia de Benjamin, a la complejidad última del problema de la historia.

5. Ya en el Renacimiento la compleja maquinaria de los teatros de la memoria -cuya función era recoger y ordenar, según las antiguas técnicas del arte de la memoria, todo el saber humano hasta el punto de convertirse en espejos de la estructura del universo-, usaban figuras delictivas (asesinados, torturados, desfigurados) en los ordenes memoriosos de su mecanismo.

6. A este modo -a este lugar de subsistencia- pertenecen también los dibujos de pequeño formato de David Lozano. Pensemos, mientras contemplamos los dibujos, en una suerte de elementos para un escenario por construir.

7. P. P. Pasolini, El Ruiseñor de la Iglesia Católica, (“Bisogna esporsi, / la chiarezza del cuore é degna / di ogni scherno, di ogni peccato / di ogni piú nuda passione”).

8. Ch. Baudelaire, Escritos sobre el arte.

9. P. P. Pasolini, El Ruiseñor de la Iglesia Católica, (“Ma tutto é imperfetto / in questa confidenza / folle, in cui esalto / e umilio me stesso”).

10.

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